Buenos Días
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No volveré a ver a mi mujer, Padre. ¡No volveré a ver a nadie!

 

– ¿Por qué tengo que morir, padre? No he hecho nada.
– No cuestiones la voluntad de Dios, hijo.
– Pero yo luché. Luché en el campo de batalla. ¿Por qué tengo que morir? ¿Por qué no los fusilan a ellos?
– Mostraste valor ante el enemigo. Hazlo también ante tus propias tropas.
– Pero tengo miedo. No volveré a ver a mi mujer, padre. ¡No volveré a ver a nadie!

Senderos de gloria, de Stanley Kubrick (1957)

Siempre se ha dicho que los personajes de las películas de Kubrick son fríos y que resulta muy difícil empatizar con ellos. No pasa inadvertida la actitud distante de los protagonistas de 2001: Una odisea del espacio, Dr. Strangelove, Lolita y Atraco perfecto. Y más difícil aún es meterse en la piel de los drugos de Alex en La naranja mecánica o en la psicótica mente de Jack Torrance en El resplandor. Es por esto que Senderos de gloria es, junto a Barry Lyndon y Eyes Wide Shut, la película más completa del cineasta a nivel emocional. Sus personajes son humanos; sus pasiones también. Los motivos que mueven sus acciones son los mismos que moverían las nuestras si nos encontráramos esas situaciones. Senderos de gloria es el ejemplo cómo un joven treintañero demostró tener unas dotes de dirección sin precedentes; un cineasta que por aquel entonces estaba gestando un futuro tan prometedor que nadie, ni siquiera él mismo, tan inteligente y calculador, podría haber previsto.

En Senderos de gloria la rabia y la frustración se pelean por aflorar en cada secuencia. El dolor se vuelve aún más hiriente por la certeza de saber que los hechos que narra, a pesar de ser ficción, se han repetido una y otra vez durante la guerra: un grupo de soldados, escogidos de manera aleatoria, es enviado al pelotón de fusilamiento por pertenecer a un batallón que ha desertado del campo de batalla en plena Primera Guerra Mundial. Recuerdo especialmente aquella escena en la que el Coronel Dax explota en una de las reuniones que tiene con su superior, el general Broulard, y lo insulta de todas las maneras habidas y por haber. Qué “nosotros” nos sentimos los espectadores cuando Kirk Douglas estalla de rabia ante Adolphe Menjou.

Pero si tengo que escoger una de las secuencias más memorables de la película, aparte de la mencionada, es aquella en la que los tres soldados del pelotón de Dax son llevados ante la muerte. Uno, malherido, no es consciente de nada de lo que ocurre. Otro llora desconsolado, temeroso del fatídico momento. El tercero se muestra solemne, aceptando su injusto destino. Los reos observan las últimas caras que verán en su vida. Son expresiones impenetrables, terribles. Mientras, los tambores retumban como los latidos de un corazón desbocado. Delante de los desafortunados están plantados, imponentes, como tres monolitos de madera traídos del pasado, los tres postes en los que serán disparados. Una vez atados y recibida la extremaunción, los tambores callan. Los soldados, fusiles cargados en mano, esperan la orden. Son diez segundos terribles, eternos, que cortan la respiración. Son diez de los segundos más angustiosos y terribles de la historia del cine.

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