P
arece que la mayor parte del público ha incluido a Jack en esa pestaña que llaman cine social, un retrato realista sobre una situación que merece ser denunciada. Sin embargo yo no alcanzo a ver más que un par de paradojas: sobre niños adultos y adultos niños. Una paradoja que tiene su aquel. Edward Berger pensó en hacer esta película después de observar a un amigo de su hijo caminando con su mochila en domingo calle arriba. El director vive cerca de un centro de acogida y tras ver aquella imagen quiso tirar del hilo. Y tirando del hilo descubrió ese submundo de padres inmaduros incapaces de cuidar de sus hijos. Pero no centró en eso su película, sino en la parsimonia de la sociedad ante tal estado de inmadurez.
El director retrata a una familia desestructurada pero feliz, formada por una madre (Luise Heyer) amable, alegre y cariñosa que habita en un mundo paralelo de buenrrollismo y amor libre, y sus dos hijos: el mayor (Ivo Pietzcker) auténtico cabeza de familia con apenas diez años, el pequeño,(Georg Arms) la inocencia en estado puro. El mayor, Jack, el que da nombre al film ha de asumir un rol para el cual no está preparado. Ejerciendo ese rol tiene un pequeño accidente doméstico con su hermano, motivo por el cual ingresa en un centro de acogida. A partir de aquí el enredo es curioso y tiene muchas y muy buenas lecturas.
En el centro de acogida sus compañeros le maltratan ante la impasividad de sus cuidadores. Una de las responsables descubre que tiene una herida y tras decirle Jack que no ha sido nada se queda tranquila, sin indagar –raro,raro,raro-. Jack se escapa del centro después de tener ‘otro accidente-incidente’ con uno de esos compañeros y nadie se propone ir en su busca. De hecho sorprende la facilidad con la que se marcha. Jack va directo a casa, pero su madre no está. Tampoco su hermano. No tarda en locarlizarle en la casa de una de las amigas de su madre bajo la custodia de un hombre que no pone reparo alguno en que Jack se lo lleve. Es más, parece ser una liberación para él. Comienzan juntos la búsqueda de su madre, una odisea en la que ningún adulto está por la labor de ayudar, tampoco de perjudicar, simplemente pasan, sin maldad, quizá confiando en que ellos se las apañarán solos. En ese sentido la película de Berger tiene algo de El espejo de Panahi. Niños rodeados de adultos sumidos en burbujas, cegados quizá por su ego, inconscientes de su inconsciencia.
Por suerte lo que describe Berger en su película es ligeramente surrealista. Por eso no me atrevo a llamarlo cine social y mucho menos compararlo, como comentan por ahí, con el cine de los hermanos Dardenne –bebe más del neorrealismo, de Cero en Conducta de Jean Vigo o de la bellísima La tumba de las luciérnagas de Isao Takahata-. Existen padres incapaces de cuidar de sus hijos sí, e hijos que consecuentemente se ven obligados a madurar antes de tiempo, también, y centros de acogida con niños muy chungos; pero en Occidente y tras un caso de abandono, Jack y su hermano no habrían estado más de doce horas desamparados.
Por eso prefiero tomarme la película de Berger como una fábula. Jack y su hermano se adentran en Nunca Jamás a cortar el rollo a los niños perdidos y a suplicar a Peter Pan que se quede en tierra firme. Evidentemente ni los niños perdidos van a permitir que nadie les corte el rollo ni Peter Pan va a pisar tierra firme. El momento más significativo del cuento llega cuando este niño-adulto en un acto de absoluta madurez decide no renunciar a su infancia, decide hacer lo que le toca: ser niño. La razón se impone y es entonces cuando la fábula se vuelve realista. El viaje cobra sentido y el espectador puede volver tranquilo a casa.
1 Comentario