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Llamando a las puertas del cielo

Michael Cimino empezó a granjearse un nombre en la industria al mismo tiempo que Coppola y Scorsese. Él no tenía nada que envidiarles: su talento era igual de inmenso. Dirigió El Cazador, probablemente una de las películas más importantes de los setenta, por la que además recibió dos Oscar (mejor película y director). En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en un icono del cine, en uno de los directores más prestigiosos y solicitados de Hollywood. Pero igual que su carrera subió como la espuma, harían falta tan solo dos años para que se derrumbara. Tras el éxito de El Cazador, United Artists le produjo La puerta del cielo. Western épico de tintes políticos, la película se convirtió en el paradigma del fracaso: costó más de 44 millones de dólares y tan solo recaudó 1,5. El agujero que le hizo a UA fue tan grande que la productora tuvo que ser comprada por la Metro Goldwyn Mayer un año después. De la noche a la mañana se vino abajo el sistema del Nuevo Hollywood, la corriente que habían seguido las productoras de dar rienda suelta a los directores para explorar y explotar su talento delante y detrás de las cámaras, aunque el presupuesto se disparase. Apocalypse Now y Toro Salvaje fueron dos de las últimas películas que se rodaron en esta etapa de libertad creativa y cheques en blanco, que tan solo duró diez años (1970-80).

Por su parte, La puerta del cielo sufrió varios recortes. Su metraje original duraba más de cuatro horas. Cimino la redujo a tres horas y cuarto. El día de su estreno la crítica la destrozó, y United Artists, desesperada, la volvió a montar en una nueva versión de dos horas y media. No fue suficiente: las críticas siguieron siendo feroces y el público desistió de ir a verla. UA entró en quiebra. En este contexto, las productoras de Hollywood, especialmente Paramount, aprovecharon el fracaso de Cimino como excusa para volver a tomar las riendas de las producciones: se haría lo que ellos dijeran y el director quedaría supeditado a los intereses financieros. Paul Biskind, en su libro Moteros tranquilos, toros salvajes, comparaba esta reacción con un Golpe de Estado en el corazón de Hollywood. Hay quien culpó al director de destrozar un sistema que había tardado décadas en fraguarse; otros tan solo lo vieron como lo que fue: un mero chivo expiatorio. Sí, La puerta del cielo fue la gota que colmó el vaso, pero posiblemente si Cimino no la hubiera dirigido, o si hubiese cubierto los gastos de producción, antes o después otro cineasta habría asestado el golpe mortal con alguno de sus delirios de grandeza. Al fin y al cabo el fracaso de La puerta del cielo era la crónica de una muerte anunciada. Hollywood ya no podía permitirse caer en el mismo error y cerró el grifo de dólares.

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Sin embargo, el fracaso fue injusto. Destrozada por la crítica e incomprendida por el público de la época, La puerta del cielo fue y sigue siendo un western crepuscular profundamente detallista y de una gran profundidad psicológica. Su reparto está repleto de estrellas: Kris Kristofferson e Isabelle Huppert protagonizan junto a Christopher Walken, John Hurt, Jeff Bridges, Sam Waterston, Brad Dourif y Mickey Rourke. Su fotografía, a cargo de Vilmos Zsigmond, regala algunos de los planos más espectaculares que se hayan visto en la gran pantalla. La banda sonora de David Mansfield, que también forma parte del reparto, evoca la vida cotidiana de los condados rurales de Wyoming. La historia se desarrolla a finales del siglo XIX, cuando emigrantes de todas partes del mundo, especialmente de Rusia y Polonia, llegan a Estados Unidos buscando suerte en el campo. Pero la Asociación de Ganaderos, harta de que los nuevos colonos les roben las reses, contratan a decenas de sicarios para acabar con sus familias.

La puerta del cielo es una película densa que pretende tocar demasiados temas en poco tiempo (sí, las tres horas y media de metraje no son suficientes): una historia de amores imposibles, el odio racial, la ambición sin límites, la amistad perdida, el paso del tiempo, la obsolescencia de las costumbres, la nostalgia, la soledad, etc. Precisamente los recortes del metraje original (más de cuatro horas) se dejan ver, como señalaba Carlos Boyero, para mal. La película tiene lagunas narrativas. Algunos personajes van y vienen pero no se sabe de dónde aparecen. El espectador recibe muy poca información –aunque quizás ahí resida su gracia– y debe imaginarse cuál es el sentido que tienen los protagonistas en la historia.

En cualquier caso, Cimino parece escupir sobre los valores que promulga Estados Unidos –unidad, democracia, igualdad– y recuerda que su país fue y sigue siendo uno de los mayores explotadores del mundo. Un país que llegó a estar tan corrupto que el propio Presidente y otras instituciones gubernamentales apoyaron a la Asociación de Ganaderos en la elaboración de una lista negra que se saldó con cientos de vidas inocentes. Sin intención de entrar en política, lo cierto es que el director establece una dicotomía entre el mundo idealizado y el mundo real. La película parece estar suspendida en una burbuja atemporal; es como una pesadilla hermosa: los paisajes, los vestuarios y las ciudades evocan la grandeza de Estados Unidos, pero la historia y los personajes se mueven como almas en pena aplastadas por el peso de la nostalgia y la melancolía. Son seres torturados por el tiempo, curtidos por la desgracia. Que cosas tan terribles ocurran en lugares tan hermosos parece casi imposible. Como el brusco corte que pasaba de la vida idílica de los protagonistas de El Cazador al infierno de Vietnam, La puerta del cielo se encuentra en ese punto intermedio entre desgracia e idilio. Con sus virtudes y sus defectos, a mí me parece una película enorme. En todos los sentidos.

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