– Así que van a la fiesta y él acaba como una cuba.
– Qué va. A estas alturas está loco por la chica. Bebe zumo de tomate y no prueba el alcohol durante una semana. Durante dos semanas. ¡Durante seis semanas!
– Está enamorado, ¿eh?
– Esa es la parte difícil de escribir. Lo más difícil del mundo es escribir sobre el amor. Es tan sencillo que tienes que captarlo a través de los detalles. Como el sol de la mañana reflejado sobre el canalón gris en la fachada de su casa. El sonido del teléfono que suena como la “Pastoral” de Beethoven. Una carta escrita en un papel que llevas en el bolsillo porque huele como todas las lilas de Ohio… ¡Sírveme, Nat!
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Billy Wilder exploró los recovecos más turbios del alma humana antes de dedicarse por completo a la comedia. Sus primeros trabajos, El mayor y la menor y Cinco tumbas al Cairo, fueron títulos menores en comparación con sus obras maestras, y no fue hasta dirigir Perdición cuando obtuvo el reconocimiento que merecía. Su segunda película importante, Días sin huella, es además la primera cinta significativa en la que la trama principal gira exclusivamente en torno al alcoholismo. El tópico le sirve al cineasta para profundizar en la decadencia moral de su protagonista, un escritor frustrado (Ray Milliband) que no consigue triunfar en la vida. Cuanto menos inspirado está, más bebe, hasta que su propia corrupción moral devora la inspiración y se ve obligado a vender su máquina de escribir para poder pagarse una copa. Dirigida con mano maestra por uno de los mejores cineastas de Hollywood, Días sin huella supone un descenso al infierno de los vicios y un retrato extremo de sus consecuencias: la paranoia, el rechazo y la soledad.