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Crítica de ‘El niño y la bestia’

 

L  a crítica más entusiasta clama que Mamoru Hosoda es, desde el estreno de su primer film, La chica que saltaba a través del tiempo (‘Toki wo Kakeru Shôjo‘, 2006), el sucesor de Hayao Miyazaki. Con cuatro películas en su haber, al cineastas japonés todavía le falta mucho para llegar al nivel de gran realizador del Studio Ghibli, aunque va bien encaminado.

El niño y la bestia arranca con Ren, un joven que huye de casa tras la muerte de su madre y sin conocer el paradero de su padre, divorciado desde hace tiempo. En esta coyuntura aparece Kumatetsu, un animal antropomórfico que le invita a acompañarle al mundo de las bestias, una realidad paralela a la de La Tierra habitada por bestias como él. Ren, rebautizado como Kyota, acepta ser pupilo de Kumatetsu para que éste pueda tener opciones de ser elegido como nuevo líder de las bestias. Sin embargo, Kyota/Ren deberá hacer frente al rechazo que genera la figura del ser humano en su nuevo mundo.

Lo que nos depara El niño y la bestia (‘Bakemono no Ko’, 2015) es una simbiosis entre una historia de superación y amistad, realizada con un nivel técnico solvente y preciosista. Mamoru demuestra tomar lo mejor de la animación tradicional y digital y lo combina para obtener unos resultados superiores a la media de las películas animadas actuales. Tanto ese Tokyo detallista hasta el mundo de las bestias, insuflado de vida y color, rezuman cuidado y mimo en cada fotograma. Este tratamiento se asemeja a la pasión que el estudio de Miyazaki vertía en el cine animado.

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Tras el despliegue y goce visual, la historia se va imponiendo poco a poco hasta mostrar las mayores virtudes de la película, unos personajes muy bien estructurados y definidos y cercanos al espectador, que le obligan a sentir cada bache emocional de ese Kyura adolescente o de la bestia tozuda, que poco a poco va abriendo su corazón a su discípulo hasta crear una relación que casi paternal. A ellos les acompañan unos secundarios que ayudan a que la historia gane en versatilidad y originalidad.

El periplo épico de Kyura culmina con un clímax catártico en que confluyen la grandilocuencia y la poesía visual. El broche final es tal vez excesivo para algunos por el cambio de tono radical de la película; incluso habrá quien lo tilde de empalagoso. A pesar del todo el desenlace le da a la obra una conclusión purificadora, que colma una obra muy interesante y de obligado visionado para los fans de la animación. No se la pierdan.

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