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La imagen sonora en los orígenes del cine

Aún no habéis escuchado nada…

P

ara muchos el cine nació, además de en blanco y negro, mudo. No obstante, la realidad fue bien distinta. El sonido siempre estuvo presente en la historia del séptimo arte de muy distintas formas.

La invención del cinematógrafo fue una consecuencia lógica de los avances en el mundo de la fotografía. El padre de la criatura fue, ni más ni menos, un astrónomo: Jules Janssen. Este francés inventó en 1874 el revólver fotográfico, capaz de «disparar» series de fotografías en un breve espacio de tiempo. Con este hallazgo se creó la ilusión de la imagen en movimiento, perfeccionada por Jules Marey, autor de las «cronofotografías» (secuencias de doce fotografías obtenidas en un solo segundo). Dicho avance interesó a otro inventor, este conocido por todos: Thomas Edison. El estadounidense, además de inventar la bombilla, soñó con poder capturar la realidad fijándola en un soporte para reproducirla posteriormente. En 1894 patenta el quinetoscopio: un aparato capaz de reproducir imagen y sonido a la vez.

Kinetoscopio

Curiosamente, antes que la imagen en movimiento, Edison ya había patentado en 1878 un aparato capaz de registrar el sonido: nos estamos refiriendo al fonógrafo. No resulta descabellado pensar que el inventor pensara, tras este descubrimiento, dar un paso más y conseguir acompañar con la imagen estos sonidos grabados gracias a su máquina. Esta fue su frase: «Hacer para los ojos aquello que el fonógrafo hace para los oídos». Lamentablemente el quinetoscopio tenía un problema: su uso tenía que ser forzosamente individual. Para poder utilizarlo el espectador debía de colocarse unos cascos en los oídos a través de los cuales poder oír el sonido, que quedaba registrado en cilindros de cera. Así pues, cuando los famosos hermanos Lumière patentaron su propio sistema cinematográfico, el público olvidó a Edison prefiriendo poder tener acceso a una experiencia colectiva como la que los franceses proponían. En consecuencia el quinetoscopio quedó olvidado, mientras que el cinematógrafo de los Lumière alcanzó una gran fama a pesar de que las imágenes proyectadas carecieran de sonido.

“Hacer para los ojos aquello que el fonógrafo hace para los oídos”. Thomas Edison

No olvidemos que para que el cine llegara a considerarse un fenómeno artístico tuvieron que pasar algunas décadas desde su nacimiento —siendo, concretamente, las vanguardias artísticas de las primeras décadas del siglo XX las que experimentaron con él desde su óptica estética—. Los propios Lumière se negaron a comercializar sus aparatos, puesto que creían que el mundo cinematográfico tendría un éxito limitado, considerándolo más bien como una curiosidad científica. Ciertamente, el cine vio la luz en un lugar bien concreto: los barracones de feria. Así, al considerarse como algo novedoso, la gente acudía en masa a sorprenderse con el descubrimiento. Se llegaron a dar casos de personas que salieron de una proyección estrepitosamente al temer que la imagen de un tren que aparecía en pantalla pudiera salirse de ella y atropellarles.

En un principio, los asuntos escogidos para las realizaciones de películas eran bien sencillos: podían ser vistas de ciudades, acontecimientos públicos o escenas cotidianas con las que los espectadores pudieran sentirse identificados. A medida que el cinematógrafo evolucionó surgieron pequeñas historias de ficción: escenas cómicas e incluso sketches, en los que se empleaban trucos visuales que evocaban situaciones mágicas, siendo este el caso de los filmes de Georges Meliès —creador del famoso icono de la nave espacial impactando en el ojo de la luna—.

Para comenzar a suplir algunas deficiencias de tipo técnico, como podía ser la ausencia de color, se recurrió al coloreado a mano de los fotogramas. Esto dio lugar a la creación de fábricas destinadas a este fin y a la invención de plantillas que pudieran facilitar la ardua labor que dicho trabajo requería.

‘Cine parlante’ y música en directo antes del ‘cine sonoro’

Poco a poco las barracas de feria comenzaron a desaparecer para dejar paso a las salas cinematográficas. El cine comenzaba a ganar cada vez más adeptos a medida que su formato comenzaba a perfeccionarse, pero el problema de la ausencia de sonido continuaba estando presente. Para tratar de resolverlo o, al menos, paliarlo en parte, se recurrieron a una serie de ingeniosas soluciones que hoy en día continúan sorprendiendo a quien las conoce.

En algunos cines se hizo habitual la presencia de un narrador o «benshi», encargado de ir describiendo en directo lo que acontecía en la pantalla. Hay que tener en cuenta que el cine era algo todavía extraño para quien acudía a conocerlo, por lo que muchos de los elementos de los que se encontraba constituido —como, por ejemplo, el recurso del montaje: unión de diferentes planos como forma de narrar— debían de resultar algo complejos para una mentalidad todavía por habituar. Además, gran parte del público era todavía analfabeto, por lo que la presencia de intertítulos, textos insertados entre las imágenes que ayudaran a explicar lo que las imágenes por sí solas no podían al carecer de sonido, resultaba incomprensible para este sector de la población.

En otros casos se recurrió al «cine parlante«, que consistía en que los propios actores que habían participado en la película se encontrasen presentes en las proyecciones y se encargasen de doblar, con sus voces en directo, a los personajes silentes que interpretaban en la pantalla. También se recurriría, de forma más anecdótica, a especialistas que realizaran una serie de efectos especiales durante la proyección para generar la sensación que produciría ese ruido ausente en los filmes.

Pero, sin duda, el recurso más empleado fue el de la música en directo. Podía ser un pianista, una orquesta o un grupo musical más reducido, así como también podían contratarse para las funciones a bailarines y cantantes que pudieran amenizar el espectáculo con su presencia. La música podía ser compuesta expresamente para la película —de hecho, grandes compositores clásicos de la época como Saint-Saëns, Satie, Milhaud o Honegger, colaboraron con el cine— o bien podía ser improvisada por el ejecutante, en este caso, el pianista. Se llegaron incluso a editar colecciones de partituras en las que se incluían canciones que podían ajustarse a determinados tipos de escena: un vals para una escena romántica, música dodecafónica para transmitir suspense o intriga, etc.

El cine siempre debió parte de su conformación al teatro, al que podemos considerar su antecedente más directo. El propio Edison pensó en obras teatrales como objetivo a filmar puesto que creía que era en este contexto donde mejor se podía lograr la captación de esa realidad. Concretamente teatro lírico o musical debido a que, de esta forma, si se conseguía sonorizar la película, el resultado sería aún más vistoso. Así nacieron las “Phonoscènes” o breves piezas inspiradas en fragmentos de ópera, en las cuales se consiguió sincronizar imagen y sonido filmando imagen y grabando el audio independientemente para unirlos después.

Posteriormente, cuando los cilindros de cera dieron paso a la fabricación de discos y la electricidad favoreció el uso de estos aparatos en los cines, la duración de las películas fue alargándose. Debido a esto, se pudo seguir avanzando en un sistema de película sonora cada vez más estable, perfeccionándose la técnica hasta llegar al cine sonoro tal y como lo conocemos.

Gracias a la magia del cine, las limitaciones técnicas pudieron ser sorteadas por todo tipo de ocurrencias creativas llevadas a cabo por personas de gran talento. El público sintió que el cine mudo no era del todo silente, creyeron en la ilusión que se les ofrecía desde las salas cinematográficas. Todo un espectáculo de luces, sombras… y sonidos.

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