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Homenaje a un actor en la habitación verde

 

Cuando alguien en la tierna infancia, en la adolescencia, quizá en un momento más ‘maduro’, en fin, cuando lo siente… cuando alguien dice a su madre eso de: “quiero ser actor”, cuando lo dice de corazón, lo que en realidad está diciendo es: “quiero que me escuchen, quiero que me entiendan”. Si lo dice de verdad dejará a un lado los egos, pasará de suplicar eso a querer sentir: “quiero escuchar, quiero entender”.

Evidentemente el actor, como cualquier ser humano, tiene su ego, necesario en cualquier caso, y le es difícil solo querer escuchar, solo querer entender sin que haya alguien al otro lado escuchándole y entendiéndole a él. Pero al menos el actor, el que ha llegado a una madurez vital que nada tiene que ver con la edad, se preocupa por intentarlo. Busca la esencia de la palabra empatía poniéndose en el lugar de otros. Acto de bondad del que no pueden presumir la inmensa mayoría de los mortales.

El actor llora y siente lo que sienten los demás, pero los demás no lloran ni sienten lo que siente él. Una frustración que ha de asimilar y disimular ante una sociedad hipócrita. Algunos superan esa frustración. Otros no. Quienes antes de empezar a escuchar y entender han conseguido que les escuchen y entiendan consiguen superarla. Los demás, la mayoría, siguen regalando su cuerpo y su alma para que otros se expresen a través de ellos. Se sienten puro instrumentos y, creedme cuando os digo que, a pesar de todo, es lo que más les llena.

Un actor convive con sus monstruos. Les alimenta. Les sonríe. Les abraza. Les acaricia la mejilla cariñosamente. Pero en la medida de lo posible intenta no escucharles. No puede hacer otra cosa si quiere ser actor. Tampoco tiene otra elección… En el fondo pienso que ser actor no es una elección. Tampoco es un don. Es una necesidad.

Hoy dedico estas palabras a un actor que ha escuchado a sus monstruos, le han engatusado y se lo han llevado demasiado pronto. Él les sonreía, como intentamos hacer todos. Todos lo intentamos. Él lo hacía. Él pedía a gritos que le escucharan, que le entendieran, pero como buen actor se limitaba a escuchar, a intentar entender.

Él nos ha recordado en más de una ocasión que los actores son seres frágiles, inseguros, altamente sensibles, simplemente maravillosos… Ahora lo evidencia. Si son así es porque al fin y al cabo dan vida a otros seres maravillosos, exponen sin prejuicios lo que otros seres maravillosos sienten en un mundo que, a pesar de ser hipócrita, es un mundo maravilloso. El actor nos grita: “¡no tengas miedo a la vida!”. El actor nos dice: “yo te mostraré otras vidas para que sepas que sientas lo que sientas no estás solo, no eres el único, para que sepas que otros sienten lo que tu sientes, para que entiendas que no eres el ombligo del mundo pero que no por eso tienes que dejar de pensar que eres un ser especial”.

No voy a hacer una habitación verde para este actor, pero sí voy a recuperar, no para él sino por él, unas palabras que dejó François Truffaut para sí mismo en ese lugar de consolación:

«Para los insensibles los ojos de Geneviève están cerrados pero para usted, Gerard, siempre estarán abiertos. No piense que la ha perdido, piense que ahora ya no la podrá perder. Dedíquele todos sus pensamientos, todos sus actos, todo su amor y verá que los muertos nos pertenecen si nosotros aceptamos pertenecerle».

Hoy Truffaut habría cumplido 83, y él seguiría disfrutando de la veintena.

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